Acababa de empezar a nevar y era mi primer recorrido por una vía del centro, cerca a la estación de trenes, con edificios antiguos a cada lado. Los carros venían hacia el este y yo iba al oeste en el bici-carril de esa calle, a nivel del tráfico. Me sentía un poco nerviosa. Una conocida había dicho esa mañana que había mucho hielo en la ciudad y por poco había perdido el equilibrio en su bicicleta.
Los carros aceleraban en mi dirección y el carril bici estaba sucio, es decir: nadie había echado sal arenosa para derretir el agua-nieve congelada en ese pedazo de la vía. O en otras palabras, los surcos de las llantas de los carros se habían hecho hielo en ese tramo y eran diminutas olas blancas o marrón residuo del paso de los neumáticos.
Pedaleaba despacio. La lentitud es crucial, dicen los expertos en internet sobre cómo montar bicicleta en invierno. Vi un carro a veinte metros y avancé ansiosa encima de la “pista de bici-cross” versión gélida. ¡PAF! Al suelo. La bicicleta se ladeó hacia la vía y yo también. ¡Auxilio! Me levanté rápido. El tráfico estaba ahora más cerca. El primer conductor, o conductora, siguió derecho y me miró con desaprobación: culpa mía por elegir la cicla. Nadie se acercó a ayudarme y no alcanzaba a ver si la gente en la parada de autobuses, al otro lado de la calle, se estaba burlando de mí, tomaba fotos de la caída, o me ignoraba.
Revisé que no tuviera sangre en la ropa, me subí en la ‘bici’ y avancé temblando de miedo. ¿Me había partido algo? Entre al baño del centro comercial: me había golpeado las rodillas, la mano izquierda y la pantorrilla. De regreso tomé otra ruta que había probado el invierno anterior. Fui a un ritmo aún más lento, cuidándome de no resbalar de nuevo y sujetando el manubrio con una fuerza innecesaria, tensionada. O caminando si presentía que volvería a caerme.
He tenido suerte de que las calles no se hayan vuelto pistas de hielo de nuevo. ¿Por qué no me caí el año pasado? También hubo nieve. Aunque tal vez la ciudad no se congeló tanto. No soy experta ni científica, pero Breslavia está dejando de ser tan fría. La temperatura máxima en enero de 1997 era de -3 y la mínima de -6, mientras este año ha fluctuado entre los 5 y los 0 grados –si no ha subido a 10-.
Por desgracia, usar la ‘bici’ este invierno me ha estado produciendo un miedo infantil, y tres semanas después, el dolor de los golpes no se ha desvanecido del todo.
Nota publicada en el (desaparecido) blog Yo prefiero la ‘bici’ de ADN, el 31 de enero de 2015