Bajo un calor de 35 grados centígrados, Miky nunca había usado medias. Se podría decir que les huía, como si fueran una serpiente o un bicho raro del desierto. Tal cual lo lee, señor lector, y aunque le resulte difícil de creer, jamás se había ‘puejto guante en loj pié’, como decía él.
—Eso pa’ qué —comentó burlón un día de temporada alta, al ver a los ‘cachaco’ sudorosos, blancos – ‘desteñidos’, por el bloqueador- y con calcetines gruesos y sandalias malolientes en la playa.
—No seas terco. Te vas a tener que acostumbrar en Bogotá a ponerte medias—, le respondía en seco su mamá, acalorada. Luego decía más para ella que para él, en una jeringonza— Quhicymiseñor, quhicyparcrarunijtamlcrad, yúdamtenrpacinci esisoprtabllidiarlconsuspataltas—. (Qué hice yo mi señor, qué hice yo para criar un hijo tan malcriado, ayúdame a tener paciencia, es insoportable lidiar con sus pataletas, dijo la mujer en su desespero).
Miky no le veía lógica. Un zapato era más que suficiente. ¿Había necesidad de ahogar el pie con una media y un tenis encima? Él era feliz con las cosquillas producidas por la arena, las piedras o el pasto en su planta desnuda (¿quién se podría quejar de tremenda sensación?). Valga aclarar que Miky, a pesar de tener una familia adinerada, prefería andar con la ‘pata al suelo’, como los niños pobres de las playas de Santa Marta o Cartagena.
—La señora Esperanza de Cáceres el otro día te confundió con un mendigo, hijo. Te debería dar vergüenza no usar sandalias. Pero ya verás que en Bogotá no vas a poder hacer este chistecito— continuó su mamá, al tiempo que se abanicaba y se retiraba el sudor de la frente y la nariz.
—Andaaa, qué lora, prefiero quemone, piedra, vidrio, padto, hormiga y polvo, a uno calcetine.
Si se lo preguntaban no lo admitiría, pero la razón para no usar calcetines era simple: no quería que se las tragara el zapato; no quería que el calzado le devorara, por equivocación, los dedos del pie. Le había escuchado una historia de espanto hacía unas semanas a su prima mayor y desde ese día había jurado no usar calcetas. Se había hecho el escéptico, el fuerte, el macho con ella. Mientras por dentro, aullaba del temor. En efecto, estimadísimo lector, usted está leyendo mi mente: Miky era un pobre cobarde.
—No sólo está el peligro del zapato hambriento, primo, las medias también te pueden hacer cosquillas hasta hacerte llorar del dolor. ¡Juraíto!
—¡Qué va!
—Créame. La gente coja, sin pierna, amputada, toda esa gente, ¿qué le pasó? No se cuidaron el pie por usar cualquier media apetitosa…
—¿Pero por qué tanta gente en Bogotá laj usa? Ombe, tú me quiere asustá. No te creo.
—No me crea— le dijo ella, alzando los hombros.
Como lo sospecha quien aún siga estas líneas, la prima de Miky, Verónica, disfrutaba ver a su primo sufrir. Le encantaba aprovecharse de su credulidad -torturarlo-, ahora que él debía viajar al centro del país para conocer a sus abuelos, recién llegados de España a la gélida Bogotá.
—El mal olor es lo que más atrae al zapato.
—¡Eeerda!, puej andaré en sandalia entonce. Igual, eso pa’ qué.
Lo que Verónica no sabía, es que el cuento del calcetín había calado hondo en Miky; era una historia como la del ratón Pérez o la del Niño Dios.
A los 13 años, Miky descubrió quién ponía dinero bajo su almohada con la caída del último diente de leche; y un 24 de diciembre entró a la habitación mientras la mano terrenal de su papá acomodaba los regalos de Navidad que años atrás habían bajado del cielo. En eso dejó de creer; mas nunca reunió valor para probarse una media o expresar en voz alta su miedo. Nació una leyenda personal, el comemedias, el Patasuelo.
Ejercicio para la Especialización de Creación Narrativa de la Universidad Central (2010)