—¿Dónde está Mario?
—Hace cinco minutos lo llevabas por el brazo. ¿Qué se te hizo?
—¿Por qué crees que te estoy preguntando? ¡Ay! No, no, no. ¡Mariooo!
Corría un río de cabezas en el recién abierto centro comercial. En las noticias habían hablado de miles de visitantes, sin embargo, parecía que eran millones los curiosos para ir al cine, comer helado, devorar una hamburguesa o mirar vitrinas. Hacía calor, pero ellos quedaron fríos de la angustia.
—¡Lo perdiste!
—Se me soltó. Sí, ya sé que soy una distraída. Aunque no me puedes negar que tú andas tan desorientado como él aquí con tanta gente. ¿Qué? No me mires así. Más bien ayúdame a buscarlo.
—Como ordene, mandamás.
—¡No te burles! ¿Qué tal se lo roben? Tenemos que encontrarlo o mi tía nos va a matar. Ya me la imagino con su tonito: “Yo les dije que tuvieran cuidado con el nene, par de irresponsables. Los Viernes santos son para estar en casa”.
—Busquémoslo en vez de andar pensando en bobabas. La última vez que lo vi con nosotros fue por el lado de la tienda de robots. Vamos allá.
Era una marea humana. Natalia se sentía nadando entre la gente, y contra la corriente, para encontrar (o rescatar del ahogo) a su primo de 8 años.
—Disculpe, ¡déjeme pasar! Permisooo —gritó, al tiempo que repartió algunos codazos.
—Señora, ¿ha visto a un niño vestido con gorra roja, jean y camiseta blanca, como de 1.50 m de estatura, crespo?
—Mmm. No. No me he fijado —respondió sofocada la mujer—. Yo ni siquiera encuentro a mi marido. Estoy buscando una tienda de celulares porque allá quedamos de encontrarnos, pero no doy más, siento como si hubiera caminado kilómetros aquí. Estoy sudando y mis problemas de hipertiroidismo…
—Gracias, muyamable —masculló para escapar de sus lamentos.
A donde Natalia volteara había niños de gorra, jean y camiseta blanca, pero ninguno era su Mario. En la plazoleta de comidas casi coge de la mano al niño equivocado. Blusas negras, rojas, pantalones fluorescentes, bebés de brazos llorando, manos con vasos de helado. Respiró hondo. ¿Y Samuel? ¿La máquina humana también se lo había tragado?
—¡Samuel! ¡Samuel! ¡Samuel! ¡No! —dijo y pensó: “Dos perdidos en menos de treinta minutos en este laberinto”.
—¡Aquí, Nata!
—Ay, ¡menos mal! No soporto más este lugar. Necesito sentarme un momento. ¿Y ahora? Mi tía nos va a crucificar hoy, Viernes Santo. Luego nos va a decapitar, degollar.
—Sí y seguro va a usar el cilicio ese que tiene guardado en la mesa de noche como forma de tortura.
—¿Si qué?
—Cilicio, es como una faja con púas que usan en las piernas algunos radicales de la iglesia como penitencia por sus pecados…
—Ah. ¡Qué linda imagen! Gracias…
—No le demos más vueltas, Nata. Revisemos las cámaras de seguridad. Hagamos que lo llamen por los parlantes.
—Listo y digamos que lo esperamos con un helado para que llegue más rápido.
—Mejor aún, compremos uno y caminemos entre la gente, con los brazos arriba, mientras gritamos ¡Mariooo!
—Qué dulce martirio. Está bien. Si no aparece, compramos otro y seguimos buscando.
—¿Y si no resulta?
—Que nos crucifiquen.
Ejercicio para la Especialización en Creación narrativa de la Universidad Central (2011)