El nombre de Rafael Bermúdez Mora fue noticia hace cincuenta años en la prensa nacional, un primero de agosto de 1959. Él desapareció durante 48 horas en las cumbres del nevado del Ruiz, un sábado en la tarde, por alejarse de la tropa cuarta scout.
Una nube había devorado a Rafael, entonces de 16 años, luego de emprender una carrera a la cima para comprobar que podía llegar primero. “Me gusta ir a la vanguardia en los grupos”, dice hoy para explicar por qué se separó de los 17 muchachos que iban con él en la excursión de su colegio, el San Bartolomé de la Merced.
Antes de que se nublara, su amigo Jaime Ratkovitch lo acompañó mientras tuvo aire en los pulmones, pero luego regresó siguiendo el rastro en la nieve.
En cambio Rafael quedó atascado y solo en mitad de la niebla, sin poder ver. “Debí caminar en círculos. Subí y bajé no sé cuántas veces, pero ejercicio sí hice, y harto”, manifiesta hoy alegre en su apartamento de la Autopista con 84.
Para rescatarlo, otros tres amigos de su generación ascendieron hasta que la altura los obligó a bajar. Mientras que él no se atrevía a salir del nevado, porque “abajo había toros de casta de la ganadería Dos Gutiérrez”.
Cuando cayó la noche, a Rafael la vista se le terminó de nublar y en uno de los instantes más angustiosos de su travesía, creyó estar ciego. No sabía cómo podría regresar, pero se mantuvo calmo, en vela y en movimiento: “No me podía quedar quieto porque me congelaba”, explica.
Tenía el estómago vacío hacía dos días, además era la primera vez que conocía la nieve. Sin embargo, la despreocupación de la juventud le facilitó estar tranquilo mientras brincaba grietas sin la protección de un par de guantes o un gorro para soportar el frío.
La hazaña, que relata con frescura, fue peligrosa: tenía un soplo en el corazón y si hubiera caído en uno de esos huecos, podría haber muerto.
Los periódicos publicaron en su edición del domingo 2 de agosto, la información sobre su extravío. La Policía y el Ejército estuvieron tras su rastro. Y el 3 de agosto, e incluso el 4, después de ser encontrado, volvieron a darle espacio a su historia.
Las versiones sobre su hallazgo varían. En un diario dice que fue localizado por el campesino denominado ‘El hombre de las nieves’, en otro se reseña que una patrulla dio con él. Rafael asegura que fue él quien los vio a ellos a lo lejos, dos días después de perdido, mientras lo buscaban en una grieta.
Había llegado con una pierna herida después de haberse deslizado por una de las hendiduras de la montaña, su cara estaba quemada y el brillo del sol en la nieve le había afectado los ojos. Entonces, fue llevado a un refugio en Manizales, en donde recibió oxígeno, y de allí fue transportado a la Clínica de la Presentación.
Una vez en Bogotá, fue recibido con serpentinas, voladores y gritos de emoción de compañeros del colegio, exploradores y curiosos. Tanta gente inquieta asistió a su casa del barrio los Alcázares, que el piso se hundió.
Durante semanas, los amigos de su papá lo invitaron a comer para que les contara su aventura. Su popularidad creció entre sus compañeros de colegio e incluso entre desconocidos. Era un ídolo.
Lo que pocos saben, es que esa no fue la única vez que se perdió. Dos años más tarde, una tempestad se llevó la ballenera en la que viajaba junto con otros cuatro compañeros de la escuela Naval, saliendo de Bocachica hacia las islas del Rosario. En esa ocasión sí se angustió, pero regresaron ilesos pocas horas después.
Esas experiencias no le han impedido visitar la sierra nevada del Cocuy o recorrer Colombia. “A estas horas de la vida estoy sobreviviendo”, cuenta el hombre que ha sido diseñador gráfico, filólogo, calígrafo, pintor, carpintero, profesor de contaduría, pescador, caminante y actualmente, estudioso del billar.
Ahora dice estar en el ‘descenso’ de la montaña (la vida), una etapa que asegura, es más peligrosa que la subida, pues como le enseñó el nevado, “todo lo que uno camina deja lecciones”.
Nota publicada en El Tiempo Zona y en El Tiempo en agosto de 2009.