Voló una vaca, chilló un gato, giró un perro, corrieron cucarachas, trotaron hormigas y arañas, aleteó una gallina de lado a lado acompañada por sus ‘amigas’ ratas, que la desplumaron y luego la devoraron, ese tercer domingo del mes de mayo.
¡Pá! ¡Pá! ¡Pá! ¡Fiiiiiiiiiu! ¡Fiiiiiiiiiu! ¡Fiiiiiiiiiu! Las mechas de tejo estallaban, sonaban los voladores, algunos niños apretaban los ojos asustados, a los más temerosos les tapaban la cara con las manos y los traviesos intentaban atravesar la espiral -con los animales a bordo-, mientras sus papás los perseguían con “¡Pa’ la casa ya, o no hay helado! ¡Hooombre! ¿Qué no escuchó? Se nos viene el vendaval y usté ahí jugando”.
El sollozo de la Virgen se hizo sentir ese domingo a las 3 y 30 de la tarde como era tradición hacía 50 años en una loma de Bogotá que podría ser estrato 100, estrato 10 ó estrato 0. Decían que la Santísima bendecía las casas con su soplo divino a cambio del fuego, las oraciones, los sacrificios animales y humanos, y la pólvora de los san isidrianos.
¡Eso qué va a servir para alejar el torbellino! Decían los escépticos, los científicos, los matemáticos cuadriculados, los meteorólogos con estudios en Rusia y Harvard, los rectos ingenieros del Departamento de Atención Tardía a Desastres sobre las prácticas del tejo y los fuegos artificiales para recibir la Virgen una vez al año.
La sagrada costumbre se mantuvo entre los san isidrianos gracias al parentesco familiar que entrelazaba su sangre tres generaciones atrás con la nieta de González Agudelo, la bisnieta de Golondrina Azulejo, la sobrina lejana de Matías Deus, la tatara tatara tataranieta del fundador del barrio, Don Orjuela.
Ejercicio para la Especialización en Creación Narrativa de la Universidad Central (2010)