Capannori, en la Toscana italiana, fue el primer lugar en Europa en comprometerse a conseguir cero residuos. ¿Qué significa eso? La lucha contra lo desechable y lo que no se puede reciclar o reutilizar.

Lauren Singer, una YouTuber del movimiento “zero waste”, “cero residuos”, dice, sonriente y orgullosa, que su basura de un año cabe en un tarro de vidrio. ¿Lo orgánico? Vive en una ciudad con pilas de compost. ¿Servilletas de papel? Mejor de tela. ¿Las compras? Comida, tés y cosméticos al granel. ¿Ropa? De segunda. ¿Plástico? Lo evita. ¿Y reciclaje? Mejor reusar y reducir. Otros influenciadores en línea son más radicales: ¿Papel higiénico? Bidé o (¡Asco!) trapos viejos que se lavan.
Google arroja que Capannori fue el primer pueblo en proclamarse como cero residuos en Europa. ¿Es acaso un lugar utópico habitado por cientos de Laurens? En 2018, programo una visita al centro de investigación de residuos de Capannori, coordinado Rossano Ercolini, ganador en el 2013 del premio Medioambiental Goldman ‒que es considerado como el Nobel de ecología‒.
Rossano, “maestro de día y [superhéroe] activista de noche”, consiguió movilizar a su comune hacia los “cero residuos” en 1997, con tal de que no se construyera un nuevo incinerador de basura en su pueblo. En su libro Non bruciamo il futuro (que traduce algo así como No incendiamos el futuro), narra que se le confirió la distinción porque “fui capaz de construir un movimiento a escala nacional, manteniéndome fuertemente ligado a mi comunidad (…) y a mi rol como educador”. El incinerador no era una opción por los contaminantes que emiten, las dioxinas, “cien veces más tóxicas de lo que se pensaba”.
Hace sol, el termómetro marca 26 grados afuera ‒se sienten como 30‒, y son las diez de la mañana. En el vestíbulo del centro de investigación hay una cartulina rosada, donde se lee:
“QUELLA DOPPIA SPORCA DOZZINA, THE BLACK LIST”
La lista negra, la docena doblemente puerca: veinticuatro artículos que no se pueden reciclar o son de un solo uso: recibos, un CD, cepillos dentales, cigarrillos, cuchillas de afeitar, vajillas, encendedores de plástico y calcomanías. Luego le sigue una mesa y una gaveta donde reposa el letrero de “Pequeño museo de los errores de diseño” para los productos problema: más recibos térmicos, cremas dentales, la máscara de un monstruo de Halloween. Encima, las soluciones, los sustitutos a la cultura de lo desechable: copa menstrual, cepillos dentales de bambú, cuchillas de metal y álbumes sin adhesivos.
Rossano, detrás de su escritorio, lleva una camisa blanca deportiva con algunas manchas negras; ha estado peleando esta mañana con su bolígrafo. Es delgado, las cejas pobladas y negras tras unas gafas de marco grueso, el cabello ceniciento. Además de ser el coordinador de este centro, es el presidente de Zero Waste Italy.
Abre una bolsa negra de basura y la desocupa en el suelo. Me dice que no me preocupe, que los desperdicios no son reales. Nos agachamos. Cae papel de cocina, empaques de chocolate, vasos de plástico . Me va a dar una “Lección de análisis de residuos”, dice y luego:
—Esto es lo que hacemos nosotros en la calle—. Una o dos veces al mes, abren las bolsas del indiferenzziato, las (grises) de los desechos generales, y las examinan para ver qué errores están cometiendo los ciudadanos si quieren llegar a producir “cero” desperdicios. Aunque este número no es absoluto; con llegar a un 90 por ciento de reducción en lo que se envía al relleno sanitario estarán satisfechos. Capannori ya consigue reciclar el 80 por ciento de su basura bajo la siguiente premisa de Rossano: —Si mezclo lo húmedo con lo seco, la cáscara de banana con el papel, la mermelada con el vidrio y el plástico, ahora y solo ahora, produzco aquello que llamamos residuo.
Rossano, maestro de escuela primaria y practicante de Hatha Yoga, acomoda tres aros con los colores del semáforo en el piso. Toma una servilleta untada de chocolate. ¿En qué contenedor de basura la pondría yo? No lo sé. Pienso que en el general.
—Si está sucia, va en lo orgánico. Esto es muy importante porque muchos ayuntamientos siguen diciendo que el papel sucio va en el contenedor gris, y eso está confundiendo a muchas personas. (…) No se puede recuperar el papel, pero sí la celulosa (…).
Ubica la servilleta en el aro de color verde: es un error que se puede resolver con facilidad. Equivale a fallas en la educación ciudadana; ocurre cuando la botella de plástico, el tetra-pack o el periódico terminan en los desechos generales, y no en el contenedor de los empaques o del cartón, como deberían.
La ropa, los zapatos, los juguetes y los peluches van al aro amarillo. Si bien son fallas de una mayor complejidad , se pueden resolver a nivel local:
—Del total de residuos de Capannori, un tres por ciento equivale a la ropa y los zapatos de los niños—, dice. Capannori ha sabido dar una alternativa a esto desde el 2011 con los Centros de Reparación y Reuso; son un par de almacenes con libros, ropa, porcelana, cordones, hilos, adornos, muebles, lanas y todo tipo de objetos de segunda, muy baratos. Rossano añade: —En una visita de campo hace unos veinte días, desgraciadamente encontramos muchísima ropa nueva y reutilizable en la basura. La gente no sabe dónde meterla. La respuesta son (…) [esos centros]; la solución es mayor información.
Los guantes de látex, un par de anteojos rotos, el cristal, la cerámica, la crema dental, las cápsulas de café no biodegradables, un ventiladorcito miniatura estropeado (“¡inùttile!”, dice enfadado), los comprobantes de compra y los cepillos de dientes van en el aro rojo. Son objetos que no se pueden reciclar, ni reutilizar, ni compostar.
—Un 10 ó 15 por ciento (de lo que se arroja en el saco de desechos generales) es un error de diseño, que debe quedar en manos del productor—, me explica como buen profesor que es. Por eso, el centro se comunica con algunas empresas. En su página web Rifiuti Zero Capannori ha publicado sus llamados de atención a Starbucks, Estathé (un té), y Rumo o Barilla.
—¿Cómo les va con esos llamados de atención?—, pregunto.
—Encontramos diversas actitudes por parte de los productores. Algunos son voraces, y descargan sobre el ciudadano su discurso económico; hay otros que quieren (involucrarse) por motivos de márketing —. En el primer grupo está Rumo; en el segundo, Barilla. Ambas producen pasta. Rumo elabora una biológica, cuyo empaque, de papel y de plástico, no ha tenido ningún test de reciclabilidad. Rossano anota con decepción, con el enojo propio de los italianos, moviendo las manos: —Termina en el saco gris y lo pagamos nosotros, tanto ambiental como económicamente.

Las familias Rifiuti Zero de Cappanori, aquellas que se han comprometido a compostar, privilegiar las compras a granel, beber agua de la llave, comprar pañales reutilizables, y evitar los productos desechables solo producen 3 kilos de basura al año. El promedio en el pueblo es de 78 kilos, “más bajo que el nacional, que es de 300-250”, explica Rossano.
El éxito de la estrategia de residuos cero radica en lo que no se ve a simple vista. Los sacos de desechos generales tienen un chip para identificar al ciudadano ‒y se recogen puerta a puerta‒. Cuanto menos consuma, menos paga en su factura.
Otra lucha es contra la basura electrónica: teléfonos, frigoríficos, televisores. Si no se mezclara con lo húmedo, si no terminara por dañarse, podría tener una segunda vida. Dismeco, una empresa de Bolonia, ha conseguido recuperar hasta el 98 por ciento de las partes de una nevera. Es más, durante la crisis sanitaria de este año causada por la pandemia, Rossano y Dismeco empezaron un plan piloto denominado MDR (Medical Device Regeneration), Regeneración de Aparatos Médicos, para “interceptar repuestos” que puedan servirle a dispositivos médicos antiguos pero funcionales.

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Capannori, o la zona donde está ubicado el centro de investigación, en Segromigo in Monte (Lucca), no es el lugar utópico que imaginé. En una breve caminata por el pueblo me encuentro con una bolsa de basura abierta y abandonada en medio de un potrero. En el 2019, la policía municipal aplicó 55 sanciones por abandonar desperdicios en los 160 kilómetros cuadrados de la zona.
Tampoco tengo la impresión de que los habitantes vivan como la Youtuber Lauren Singer. Se promueve el reciclaje, se ven empaques plásticos tirados en las calles, no existen normas para los turistas, la tienda más cercana al centro de Rossano ofrece té en bolsitas ‒que no son recuperables‒, y en los parques (al menos en julio de 2018) no hay contenedores para reciclar.
—Este (último) es un problema que desde hace años busco presentar en el ayuntamiento. Es costoso sustituir los cubos; allí van a parar todos los desechos y estos terminan en el vertedero. Hacen parte de ese 20 por ciento que falta para llegar a cero.

Nos sentamos en un café. Lori, una voluntaria francesa del centro, toma jugo de naranja. Rossano nada. Yo un té. Hablamos informalmente. Rossano nos acercará a Lori y a mí hasta Lucca en su pequeño carro ‒de quién sabe qué año, no es nuevo‒; el transporte público en el verano es reducido, no es de buena calidad y tampoco existen senderos para peatones. Lori dice que en Francia logra reducir su consumo de empaques más que en Capannori. Aquí nació un almacén de productos al granel, Effecorta, pero terminó por funcionar solo en Milán.
Y aunque Capannori no es Francia, ni Suecia, no importa. Rossano dice:
—Cuando estábamos librando la batalla contra los incineradores, los alcaldes me decían, “Rossano, no somos suecos, no somos suizos… estás viviendo en Capannori”. Pero Capannori es mejor que los suecos, en Suecia tienen muchos incineradores, una baja segregación. El mensaje de nuestra experiencia es, involucrar a la comunidad; hay que evitar que los expertos se roben el sentido común; los expertos son una mala respuesta a cómo manejar los residuos. La mejor respuesta no es la tecnología, sino la información, la formación y la educación.
El propósito no es vano: la emergencia ambiental ya está aquí. Como dice Juan Carlos del Olmo, secretario general de WWF, a propósito de la crisis por el coronavirus: “Tenemos que asumir de una vez por todas que la salud de la humanidad depende directamente de la salud del planeta”.
Una versión de esta crónica fue el trabajo final de la asignatura Escritura de no ficción (en el máster de Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla) y se mereció, junto a otro texto, matrícula de honor.