Perros: prohibido divertirse en Budapest

Hace unos meses tuvimos la oportunidad de viajar a Budapest en carro con nuestra perrita Yupi, por el trabajo de mi esposo. Un workation, como le llaman ahora a tra-viajar.

Aunque habríamos podido viajar en una jornada, decidimos hacer una escala en República Checa, cerca de la frontera con Eslovaquia. Al día siguiente nos arrepentiríamos de no habernos hospedado mejor en Bratislava, la capital de Eslovaquia, para recorrerla y disfrutar (más) su ciclorruta y paseo a lo largo del Danubio.

Llegamos a Budapest el lunes en la tarde, después de almorzar en una zona verde junto al río en Bratislava. Parqueamos el carro en la misma calle donde nos alojaríamos, a unas dos cuadras, y, cansados, bajamos algunas cosas del carro y fuimos a buscar nuestro Airbnb con Yupi. Pensamos que habíamos corrido con suerte.

Pasamos unos diez o quince minutos en el apartamento, y mi esposo salió para volver a estacionar el carro a la entrada del edificio y así facilitar la descarga del equipaje (una maleta grande, la cama de Yupi y un par de bolsas tipo Mary Poppins, con nuestras provisiones para una semana).

¡Sorpresa, sorpresa!

Budapest nos daba la bienvenida con una multa por parquear mal. El “regalo” venía envuelto en una bolsa plástica de color naranja o roja, con una factura en húngaro de la que no entendíamos “ni pío”. Intentamos traducir con la aplicación de Google Lens sin mucho éxito. No era claro cuánto debíamos pagar ni dónde o si había un plazo para hacerlo. El parquímetro más cercano estaba al frente de nuestro edificio, con instrucciones en húngaro, y después de una buena dosis de estrés, descubrimos una aplicación donde se explicaba en inglés que existían ciertas zonas donde se podía parquear gratis varios días y horas, y otras –donde estábamos -, con sólo 15 minutos gratuitos. Tuvimos que ocuparnos inmediatamente de buscar un espacio libre para aparcar. Por suerte lo encontramos a unos veinte minutos a pie.

Por los compromisos laborales de ambos teníamos juntos solo el martes en la ciudad, y la mitad de ese día libre se nos fue en resolver cómo pagar la sanción, de unos 185 mil pesos colombianos. Para completar el amargo recibimiento de Budapest, llovió cuando salimos al centro.

Nos habíamos imaginado, o al menos yo, una relajante visita a Budapest con Yupi, atravesando parques o zonas tranquilas; y almorzando los tres juntos en un restaurante. Nada de eso pasó. Intentamos caminar a lo largo del río, pero en ese sector, por el distrito IX, el paseo del río es inaccesible para peatones –solo quienes viajan en tren pueden gozar de las vistas del Danubio-; luego hay una diminuta área para caminar, que no parecía muy segura, y más adelante, el andén casi que desaparecía para dar paso a una vía compartida con los carros.

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El acceso al paseo del Danubio en este lugar es exclusivo para el tren

El clima, como dije, no nos favoreció ese martes. Yupi odia la lluvia -pensará, ¡auxilio, me derrito! – y a veces por eso, o por nada, se queda quieta, se aferra al suelo, y no quiere moverse, como un ancla. El tráfico de los carros y el ajetreado movimiento de la ciudad tampoco los lleva bien: tal vez el accidente de tránsito que tuvo a sus cinco meses, cuando perdió su pata trasera, le causa estrés postraumático; o quizás si el caos y los ruidos fuertes le traen recuerdos de la guerra en Nikopol (Ucrania).

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Viajando en carro

Llegamos al centro con dificultad -es decir, con muchas galletas de por medio -, y resolvimos el problema de la multa en la oficina de tránsito. Entonces decidimos cambiar de planes: exploraríamos el centro por nuestra cuenta, sin Yupi, por el bien de todos. La perrita necesitaba paz después de la incertidumbre de dos días de viaje, y no valía la pena intentar convencerla, a las malas, de hacer un largo recorrido en una ciudad desconocida, en medio de la llovizna. Además, quién sabe si ella se estaba imaginando que le buscábamos un nuevo hogar en la caótica Budapest.

En el recorrido de cinco kilómetros de ida y vuelta con Yupi, descubrimos cómo nos habían multado tan rápido: casi en cada calle hay cámaras de seguridad, en los postes de luz o en la pared. Según este artículo del medio húngaro independiente Atlatzo, en 2019 existían unas 2500 cámaras en la capital. “Entre 25 y 30 mil” habían sido instaladas por el gobierno en lugares públicos de todo el país.

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Fuente: Atlatzo

Los parques de nuestro barrio (en Pest)

No sé qué esperaba de Budapest. No me descrestó la arquitectura del barrio donde nos alojamos porque se parecía bastante a algunos barrios antiguos de Breslavia, sobre todo Ołbin o la calle Nowowiejska, con pedazos de vidrio en las aceras y popó de perro sin recoger.

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Calle Nowowiejska, en Breslavia

Habíamos escogido el Airbnb y la zona, entre otras razones, porque había varios parques. Viajando con un perro las prioridades son distintas. Es importante dar con un lugar donde uno se sienta seguro saliendo a cualquier hora, incluso a las dos de la mañana –en caso de que Yupi se enferme del estómago; cosa que ocurre a menudo -.

La primera noche probamos con el parque Haller; sin embargo, era bastante oscuro y Yupi tuvo uno de sus momentos “ancla” junto a un par de chicos que parecían borrachos o drogados. Descartado para futuras salidas nocturnas.

La mañana siguiente visitamos Kerekerdő, un parque local aún más cercano, que abría solo desde las ocho de la mañana. Tenía una zona verde con mesas y asientos; otra con juegos infantiles, y una tercera, exclusiva para perros, abierta las 24 horas, donde los animales pueden pasear sin correa en un área cercada llena de arena y caca. Curiosamente, en el espacio con acceso para el público general, los perros cazadores (y canequeros) como Yupi podían deleitarse con la presencia de ratas entre la basura.

Ansiosos de explorar nuestro lado de la ciudad, una tarde, cuando ya estaba cayendo el sol, quisimos ir a pie hasta otro parque, el Népliget. Casi inmediatamente nos arrepentimos de la decisión. Parecía más bien un lugar frecuentado por hooligans y prostitutas.

Orczy-Kert (Jardín Orczy) fue nuestro favorito: tenía un pequeño lago con botes, estaba bien iluminado y no vimos borrachos en las dos o tres noches que lo visitamos. Hacía parte de la universidad Ludovika y nos sentíamos muy seguros allí; más que en otras partes de la ciudad. Había muchos jóvenes haciendo deporte, incluso a las 9 de la noche, y Yupi podía tomarse su tiempo para decidir, relajada, dónde hacer lo suyo. Por eso nos sorprendimos mucho la última noche cuando, a punto de entrar, un guardia nos dijo que no aceptaban perros. Desilusionados, tuvimos que persuadir de irnos de allí -siempre con galletas – a una Yupi contrariada. Ninguno entendía el por qué de la prohibición, y menos ella. El único rincón de Budapest que nos gustaba de repente había perdido su magia.

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Una tarde en Orczy-Kert

No era el único parque con ese tipo de prohibiciones. La obvia alternativa para los perros, en la sociedad húngara, son los feos y pequeños parques enrejados, al estilo de un corral, con arena y heces.

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Parque exclusivo para perros en Kerekerdő

Nos quedamos con ganas de conocer otros parques de la ciudad, pero quién sabe, a lo mejor nos habríamos encontrado con que se prohibía la entrada con mascotas. Desconozco si visitando la ciudad en otras circunstancias, con más tiempo libre y sin perro, nos hubiera gustado más. Pienso que no. Los perros no eran los únicos “mal vistos” en parques. En el Jardín Orczy, por ejemplo, tampoco estaba permitido montar bicicleta, patines o patineta para evitar “poner en riesgo” a otros.

Yupi dejó muy claro su (nuestro) disgusto con Budapest en la mañana de nuestra partida. Llovía de nuevo, y ella quiso despedirse de la ciudad orinando en la alfombra de un edificio vecino, cosa que nunca ha hecho en Polonia. Es probable que nuestra huida de ahí haya quedado grabada en alguna cámara de seguridad. Por suerte no vivimos en Budapest y la vecina que nos descubrió infraganti sonrió y siguió derecho. A veces fantaseo sobre si un día nos llegará a la casa una fotomulta por haberle permitido hacer sus necesidades allí.

Pudimos ver el alivio en Yupi al saber que regresábamos a casa. Ya podía volver a su santuario: nuestro sofá.

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